Julián solía cantar. No por fama ni por aplausos, sino porque algo en su interior encontraba sentido en la música. Sus canciones eran simples, íntimas, nacidas de tardes tranquilas o noches con lluvia. Pero poco a poco, el mundo comenzó a volverse más exigente. Lo que antes era pasión, se convirtió en peso. Lo que era gozo, ahora era duda.
Comenzó a compararse con otros. Veía cifras, comentarios, éxitos ajenos. Sentía que no avanzaba, que su voz no era suficiente, que sus letras no eran lo bastante profundas. Se llenó de críticas silenciosas, de preguntas sin respuestas. ¿Para qué seguir? ¿A quién le importaba realmente lo que hacía?
La pasión se apagó, y con ella, su ánimo. Dejó de cantar, de escribir, de buscar. Se encerró en sí mismo, y aunque sonreía por fuera, dentro de él algo se estaba muriendo. No era tristeza lo que sentía, era vacío. Un vacío que no gritaba, pero que lo empujaba lentamente hacia la nada.
Una noche cualquiera, sin pensarlo mucho, salió a caminar. No llevaba rumbo ni objetivo. Solo caminaba. Las calles estaban desiertas. El viento golpeaba su rostro con suavidad, como si quisiera recordarle que todavía estaba ahí. Pasó frente a tiendas cerradas, árboles dormidos, esquinas sin nombre. Sus pasos lo llevaron más allá del pueblo, hasta los bordes, donde empezaba el campo.
Caminó por un sendero olvidado, cubierto de polvo y hojas secas. No sabía por qué seguía avanzando, pero algo dentro de él no quería regresar. Al cabo de un rato, se detuvo frente a una colina baja. Subió, sin pensar demasiado. En la cima, solo había pasto, cielo y silencio.
Se sentó.
Y por primera vez en mucho tiempo, no intentó distraerse. No buscó respuestas en su celular, ni en una canción, ni en alguien. Cerró los ojos y escuchó. El viento. Su respiración. El latido de su corazón.
Allí, en ese silencio profundo, empezaron a llegar los recuerdos.
No los grandes momentos, sino los pequeños.
Una tarde en que su padre le dijo que estaba orgulloso.
La vez que una desconocida lloró al escucharlo cantar.
Un dibujo que hizo cuando era niño, con la palabra “libre” escrita en el centro.
Un día en el que se sintió feliz sin motivo, solo por estar vivo.
Las lágrimas comenzaron a caer. No eran de tristeza. Eran de reconocimiento. De volver a verse. De recordar.
No sabía cuánto tiempo pasó allí. No supo si el mundo cambió mientras él estaba sentado en esa colina. Lo único que sabía era que algo dentro de él había regresado.
No era fuerza.
No era esperanza.
Era él.
Volviendo.
Sin máscaras. Sin ruido. Solo él.
Cuando abrió los ojos, el cielo ya se estaba tiñendo de naranja. Se levantó lentamente. No era un nuevo hombre. No era un hombre distinto. Era el mismo, pero más liviano. Más claro. Más honesto.
Bajó la colina con pasos tranquilos. El camino era el mismo… pero él ya no lo era.
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